Salud, Dinero o Amor (Parte II)

No era que Rebeca desconfiara de las habilidades de su esposo (al menos eso parecían perfilar sus comentarios, con los que gustaba de presumir cada logro, pequeño o grande que Israel consiguiera, con sus amigas), pero encontrarse con la decisión de que él habría de ser el encargado de cuidarla la desilusionó de una manera apenas disimulable. A la sonrisa con que su marido llegó tomado del brazo de Andrea no pudo más que corresponder con una mueca que, pensándose alegre, se derrumbó como un desánimo vuelto un dibujo indescifrable en sus labios.
-Ay doña Rebeca, ahora sí que van a poder pasar mucho tiempo juntos, que buena falta que les hace. Es que luego una como mujer debe permitirse hacer algunas cosas, usted sabe, propias de la pareja.
-Sí, ¿verdad?
El comentario de Andrea no resultaba menos certero: entre Rebeca y su esposo se había abierto una distancia que gradualmente se tornaba cada vez mayor. La tregua que su cotidianidad y sus cuerpos habían pactado, en su momento en beneficio de las carreras de ambos, hacía ya algunos años, los había conducido a un contacto cortés, no carente de atenciones, pero falto de la intensidad que los había conducido, en repetidas ocasiones, a olvidarse de la pretendida racionalidad que todo acto parecía tener que poseer y entregarse a situaciones insospechadas para ambos. Los recuerdos de Rebeca se sucedieron en un montaje que la llevó de la tarde en la que, entre balbuceos, Israel le había preguntado si él y ella, ella sabía, podían...pues...ser...este..., hasta los besos que cerraban sus primeras citas; por el temblor de su cuerpo siendo recorrido por primera vez por las manos impetuososas de él; por los salones, los pasillos, los baños, las oficinas, que la ausencia de espectadores inoportunos habían permitido transformar en espacios que albergaron la premura de lo intempestivo e inesperado, las ganas que encontraban pretextos ideales para cobrar realidad. Los ojos de Rebeca albergaban una melancolía que llenó la sala que compartía junto a su ayudante y su esposo, y, a pesar de ello, su voz insistió en repetir la frase que hacía unos instantes había escapado por sus labios: "Sí, ¿verdad?".
La pareja no encontró mayores dificultades para lograr la autorización oficial de la ausencia que por varios días tendría a Israel fuera del ajetreo del hospital. El Jefe del Servicio de Enfermeros, amigo cercano de él, no se opuso a autorizar la salida de su compañero. En cambio, pocos minutos antes de que el automóvil de Rebeca e Israel saliera del estacionamiento, el Jefe regaló a su colega la efusión de una frase bien intencionada pero incómoda por su contenido: "¡Ahora sí cabrón, a desquitar el tiempo perdido!", a lo que otra sonrisa, acompañada de la desazón que la inesperada situación producía, trató, torpemente, de responder.
Una vez que llegaron a casa, enfrentados a la soledad del pasillo principal, un silencio se abrió entre Israel y Rebeca. La sala, la cocina, cada rincón de ese espacio al que llamaban hogar cobró un carácter ajeno, diferente: de pronto, todas las habitaciones, todos los pasillos, resultaron inmensos, inabarcables, imposibles de llenarse con el aire de sus respiraciones o con el sonido de sus voces. La idea de tener hijos, postergada por mutuo acuerdo hasta que la situación de la pareja mejorara, se hizo de una urgencia inevitable en el pensamiento de ambos. Ser recibidos por un par de niños corriendo agitados hacia sus brazos, por gritos que imploraban su atención para jugar un partido de fútbol o acompañar una deliciosa comida imaginaria, darían a ese compás de espera una salida decorosa, oportuna por su precisión para hacer desaparecer, al menos por unas horas, la tensión acumulada a su llegada. Pero no. La crudeza de la situación hizo que Israel buscara una salida a lo incómodo de muchos, muchísimos segundos, que se acumularon entre él y su esposa. Un "¿quieres un café?" fue vislumbrado como el medio idóneo para romper el mutismo en que se hallaba sumergido el impasse. La respuesta recibida unos instantes después escapó a toda previsión formulada por Israel:
-Chingas a tu madre.

Comentarios

Tonat ha dicho que…
Jajaja. Triste Israel.
Esa 'necesidad-casiurgencia' de tener hijos...
Que nunca nos alcance. ¡Que Dios me libre!

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