COMPAÑERAS EN EL BIEN Y EL MAL...

Poco falta para que este barco de paredes naranjas navegue hacia otra estación. Al menos eso parece anunciar el sonido distorsionado del timbre que se escucha en cada uno de los compartimentos de este transporte. Los últimos pasajeros corren desesperados hacia las entradas que, para este momento, comienzan a cerrarse. Con un empujón o con la ayuda de los demás pasajeros, alcanzan a guarecerse los pocos que lograron realizar su proeza. Los resultados de tan magnífica empresa son abundantes: alguna mirada se dirige hacia ellos y esboza, en el rostro que la contiene, una sonrisa; alguna otra persona exigirá, no sin razón, que respeten las precariedades de su edad, en tanto otra más clamará por respeto a ella y a sus hijos.
Una vez clausurado cualquier acceso, las personas, sin importar su condición en este viaje, ingresarán a un túnel oscuro apenas iluminado por esporádicos chispazos de luz neón, cortesía de las lámparas dispuestas a lo largo del camino. Todo parece suceder con la normalidad que impone la cotidianidad del viaje en Metro: algún empujón aquí y allá, un brazo encima de un hombro o de un rostro, un rostro disgustado por el aliento o el calor que emana de su vecino...Sin embargo, en medio de la escena, cobra notoriedad un evento que, entre la multitud que entró y descendió de cada vagón había transcurrido sin mayor sorpresa.
Una mujer madura, cercana a la tercera edad, se encuentra apertrechada, junto a su nieto, de no más de 5 años, en dos asientos. En apariencia, nada de esto habría de cobrar mayor relevancia, pero una tensión recorre el evento: todos los asientos -cosa extraña- están ocupados por mujeres mientras los hombres se conforman con recargar su vitalidad o su cansancio en las puertas o destinan a sus brazos la amarga tarea de cargar con el peso del cuerpo al que pertenecen. Frente a la señora y su pequeño pariente, una mujer mas bien joven, de pie, precisa cargar un equipaje que le resulta, a pesar del amor, incómodo y trabajoso: en su brazo izquierdo descansa un pequeño -¿su hijo?- que apenas se adentra en la aventura de caminar por él mismo mientras a los pies de esta pequeña pareja descansa una valija de aspecto pesado y demandante de esfuerzos inéditos para transportarla.
La mujer grande se percata de esta situación y dirige su mirada hacia los predicamentos de su compañera de género, para luego indicar a su nieto que ocupe su asiento propiamente, que parece que se va a desparramar. Conforme el paso en medio de la oscuridad del túnel gana en distancia recorrida, las pasajeras -que para el caso es preciso mencionar que llevan, las que los tienen, a sus retoños en sus piernas- notan que algo rompe el equilibrio del acuerdo tácito signado por ellas: hay un pasajero que ocupa un lugar que no tendría por qué corresponderle. Hoy no se trata de algún hombre que finge soñar un sueño de suyo inverosímil, o un cuerpo que aduzca una fatiga no acorde con su entrada histriónica al vagón. No, hoy el objeto de las críticas corresponde al pequeño nieto de la señora. No es que no deba descansar (la justicia de tal derecho no es posible determinarla, su origen es desconocido) ese joven humano, pero a su lado viajan un par de personas que, a juicio de las demás pasajeras, merecen, deben, tener ese asiento.
Tres, cinco estaciones más adelante, la situación no ha cambiado. La mujer entrada en años ha sopesado cada mirada que recrimina la injusticia de su acto, mientras su nieto se pregunta el por qué de tantos ojos posados sobre él. Un suspiro, con aires de recriminación, anuncia el abandono de un lugar. Un breve toque en el hombro de la joven mujer le anuncia la disponibilidad de un espacio para ella, su pequeño compañero y su maleta de tela azul. Y no es que la pasajera que se levantó halla arrivado a su destino (por el contrario, diez estaciones después, ella seguirá de pie); más bien, hubo de formular una solución a la situación. De todo esto, ni la vieja, ni su pequeño acompañante, habrán de enterarse: el sueño, desparramado en el asiento o no, han caído (o fingen) en un sueño profundo.

Comentarios

Tonat ha dicho que…
Delicioso. Ahora sí logre entenderlo, disfrutarlo y transportarme. Realmente me transportaste, mis ojos se posaron en él, estuve ahí y sin embargo,
no pude (¿o no quise?) hacer algo en pro del mencionado equilibrio, perdido por más de tres estaciones.

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