PASE A LA VENTANILLA TRECE

-¿Razona mecánicamente?
-Sí.
La vida cotidiana, en su sucesión de acontecimientos perdidos entre la multitud que se integra de aquellos que experimentan decenas, miles de individuos, precisa encontrarse con personajes lamentables. No se trata de la pobreza miserable a la que están condenadas un sinnúmero de personas insertas, sin rumbo aparente posible, en un entramado económico y conceptual ingrato y voraz, por decir lo menos. No se trata de la ruindad o la heroicidad de esos sujetos a los que se llama criminales. Nada de eso: parapetados por la seguridad que da un rectángulo de vidrio, transparente o polarizado, rebosante de huellas dactilares grasosas o testigo del paso de un trapo avejentado y mal enjuagado, la intención más tranquila se topa de frente, casi indefensa, con poetas de la desesperación y el sinsentido no creador: los encargados de atender en una ventanilla.
Desde luego, afirmar que todos los hombres y mujeres a los que se les encomiendo esta labor merecen el rencor más acendrado constituiría un exceso, como también resultaría clamar por una misericordiosa comprensión angélica porque pobrecitos, no saben lo que hacen. ¿Cómo enfrentar a un copete antiguo, a unas arrugas que se alzan como huellas inequívocas del correr de los años? ¿Cómo desarmar a diez uñas pintadas con el mejor barniz que los ahorror pudieron costear y que el traqueteo (y quizá la decidia) de días han dejado maltrechas? ¿Cómo reaccionar ante el pensamiento que, en el fondo muy probablemente busca saberse razonable, y no es más que la enunciación y el seguimiento mecánicos de aseveraciones y algoritmos de poca monta? No ose persona alguna que precise de un servicio, favor o conseja de tan elocuentes personajes, alzar su voz o cuestionarles sobre sus procedimientos porque entonces habrá de comenzar una guerra que, de origen, nace perdida.
La lentitud, la displicencia, o, peor aún, la ausencia total de atención para con el implorante o cumplido visitante, retan las posibilidades de tranquilidad que tan pregonadas son en la televisión. Se puede contar hasta diez, hasta cincuenta, hasta un millón: cuándo acabará la espera es un evento que escapa a todo poder predictivo humano. Y no es que los hombres y las mujeres detrás de esas ventanas no puedan expresar sus inconformidades con su vida, sus malestares o la pereza con la que un día, este día, en particular amanecieron o se encontraron, pero algo puede tratar de acordarse entre el visitante y el anfitrión hastiado, encabronado, o deseoso de mostrar, por una única ocasión (que bien puede contarse como la quinceava del día), que él (o ella), carajo, tienen la situación bajo su control.

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