Sobre la fealdad


...qué feo estoy,
y siempre quise tener
una novia bien bonita,
¿pus qué pasó?,
que por fin lo que agarré
fue tan sólo otra feíta...
"El feo", Rockdrigo González

El sonido de los pasos que hasta hace unos segundos acompañaba una caminata somnolienta sobre el maltrecho cemento de la banqueta se detiene: las extremidades dan paso a la mirada sorprendida que recorre, de arriba abajo, de abajo arriba, las formas de una mujer que pasea por el otro extremo de la acera. Las risas se suceden y, en su intento por disimularse, se tornan aún más notorias: las manos en la boca, los ojos abiertos, sin atinar a posarse en algún lugar, alternan entre el rostro de sus amigas y el del hombre que, sentado en medio de cualquier lugar, robó su atención hace ya algunos segundos. La respuesta a las miradas, a las risas, a los pensamientos que alcanzan a expresarse a través de los gestos vendrá después, lo que importa en este momento es que se está ante la presencia de un evento irrepetible: la belleza de una persona.
Senos grandes, espalda ancha, brazos en los que se delinean los caminos seguidos por los músculos, abdomen plano, piernas torneadas, labios seductores, barba controlada por el trazo paciente de un rastrillo, los elementos son, en apariencia, los mismos de siempre pero, y es aquí donde interviene el juicio de cada espectador, su repartición en el cuerpo de una persona resultará grata, ofensiva o indiferente a quien tenga a bien dedicar unos segundos, o unos minutos, para observarla. ¿Por qué la fortaleza de unos bíceps ejercitados con paciencia monacal, acompañados de una espalda de inmensas proporciones produce un raro cosquilleo en quien lo disfruta mientras para otra sensibilidad resulta la encarnación de lo más terrible de una masculinidad mal comprendida? ¿Por qué un rostro de facciones alargadas se lleva bien, según algunos, con un cuerpo generoso, mas no abundante, de carnes y resulta abominable, según otros, en uno pobre de sinuosidades pero que hace evidentes las junturas óseas que se reparten a lo largo de su superficie?
No siempre se puede presumir de gozar del favor unánime de la comunidad (¿habrá quien lo logre?), pero que una persona sea calificada como guapa o guapo, bello o hermosa, por un buen número de compañeros de especia quizá aporta una seguridad más en el transcurso de los días, lo que no sucede en el caso de aquellos individuos que buen número de veces se han hecho acreedores de frases tan lamentables como "eres simpático(a)", "lo que importa es lo de adentro", "no seas vanidoso", o se han visto en la necesidad de interpretar el mutismo de sus interlocutores ante la inocencia aparente de una pregunta ("¿estoy fea(o)?", o, peor aún, por sus implicaciones en la conformación de su concepción de la persona, "¿soy feo(a)?"), o, todavía más terrible, ser llamados feos de manera directa, discreta o aparatosamente, sin importar el contexto ni el espacio que habrá de albergar tal comentario. Y es que no poseer las proporciones físicas que sean admiradas por el círculo social con el que una persona desea interactuar y en cuyo interior considera deseable, por no decir, probable o pertinente, encontrar el amor, resulta complicado y suscita no pocas tensiones en el transcurso de los días.
Los lugares comunes son de sobra conocidos, por vistos resultan aburridos, y, sin embargo, hora tras hora se renuevan, se re-presentan, con insistencia inaudita: no faltarán los "gorditos" (¡maldita expresión!, aparte de ser una enfermedad seria, la obesidad se hace acreedora a multitud de valoraciones, que van desde la ternura que inspira la complexión hasta la repulsión morbosa que encanta a las televisoras) que se enamoren de la mujer más deseada por todo un salón de clases (si el ambiente es estudiantil), o aquellas en las que una mujer más bien discreta en su vestir, carente de los prodigios que significan para su idílico galán la posesión de un par de sendos senos o nalgas, discurre por caminos frustrados, impotentes por no lograr la admiración del susodicho (si se piensa en una oficina citadina). Las peripecias amorosas, los amores no correspondidos, forman parte de un escenario que, por vasto, resulta difícil de cartografiar, en el que se albergan un sinnúmero de posibles situaciones. Una de ellas da origen a momentos de fricción en apariencia inocentes, en realidad nada sencillos.
El metro, los cafés, los supermercados, las plazas públicas, los tianguis, las calles,... en fin, casi cualquier espacio público, encierra dentro de sí un caldo de cultivo propicio para generar una pluralidad de eventos, en los que dos o más personas, conocidas entre ellas o no, establecerán relaciones hasta ese momento inéditas. Cuando un hombre divisa, en medio de la multitud o del vacío, a una mujer comienza el desfile de recorridos probables de los que sólo uno cobrará realidad y los otros quedarán a la espera de un mejor momento para cobrar forma, o bien, se esfumarán en las profundidades del olvido: "¡Mamacita!", "¡Adiós", "Mmmhh", una mirada que, de poseer un cuerpo, llegaría a extremos impensables para quienes poseen uno, un gesto, la vulneración (agresiva o cordial) del espacio personal de la otra persona, el mero silencio, son unas de tantas posibilidades. Igualmente lo son las risas, las mejillas sonrosadas, las miradas esquivas, las sonrisas discretas, que una mujer pueda dirigir a un hombre al momento de su encuentro. (Excluyo conscientemente los caminos que se susciten en el intercambio homosexual, que, por lo novedoso de sus posibles tránsitos, precisa de una pulcritud de matices que excedería las posibilidades expresivas de la selección de colores que seleccioné para esta ocasión). En medio de las situaciones potenciales aparece una, que quizá por frecuente padece desantenciones, que alberga tensiones inusitadas: aquella en la que el sujeto (u objeto) de reconocimiento por parte de la otra (o del otro) en realidad se molesta con el desliz visual que se permite su admirador.
Una media vuelta de gestos apretados, una frente que, por arrugada, aparente mayor edad, unos ojos que en el medio círculo que recorren de un extremo a otro de visión tienen el riesgo de generar un estrabismo que de nacimiento diagnosticado ausente, una fonación inexistente en el (Ir)Real Diccionario de la Lengua Española -"¡Asshh!"-, un enojo llevado al punto de la confrontación verbal: todo esto para demostrar la reprobación a un gesto que, en gran medida dependiente de lo sincero o lujurioso de sus medios, tuvo a bien cometer la ¿imprudencia? de cobrar realidad. Y un agravante de la acción en buen número de ocasiones, con el que se pierde toda posibilidad de absolución, reconciliación, u olvido posible, es que el (la) indiscreto(a) espectador(a) (¡baste ya de paréntesis aclaratorios!) tenga la desdicha de parecerle feo a quien se reconoce depositario de las íntimas apreciaciones de su admirador. He aquí el último clavo que habrá de atravesar el cuerpo sangrante de la insensata que atrevióse a mancillar la dignidad del porte que robó su atención: "¿Fea? ¡Jamás!" y la reprobación será unánime en caso de que hubieran existido asomos de sexualidad irrefrenable y conducida por caminos no siempre urbanos, o se tornará insulto, afrenta, cuando la timidez, o la apariencia taciturna de su semblante, que se supone inherente al mirón se vio rebasada por una pasión reprochable en su naturaleza. Con ello se refrenda el ghetto y la compartimentación no taxonómica, sino de posibles asociaciones, cual pintura de castas, que, a fuerza de repetición se ha establecido en no pocos grupos sociales: el feo con la fea, la bonita con el bonito, sin objeción alguna que permita replantear, o mejor aún, abandonar estos lastres.
Ni desplantes lascivos (si no son de la preferencia de quien los recibe) ni gestos de desaprobación de violencia irrefrenable (cuando la admiración parece no perseguir mayores resultados): en el encuentro de personas ¿qué posibilidades restan?

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