Aullándole a la Luna

A veces se quedaba mirándome, fija e inquisitivamente. Cuando me daba cuenta, le decía Hola. Me preguntaba si no me sentía raro, incómodo. Le decía que no, que sentía bonito.

- Bueno, depende. ¿Te gusta lo que ves o me ves como un bicho raro?

- Me gustas porque eres un bicho raro.

- Entonces siento muy bonito cuando me ves.

Me contaba que la gente se sentía incómoda cuando ella los veía así, que ponían caras, que incluso huían. 

- Yo creo que es porque no se sienten seguros.

- Ay, cálmate don seguro de sí mismo.

- No, no me refiero a seguros de sí mismos, sino seguros de... mmm, piensan que te los vas a comer.

Y entonces me hacía ese sonido característico de gato cuando está por atacar. Yo le respondía, por supuesto. Y nos echábamos a reír.

Antes de esos años felices, creo que antes incluso de conocerla, muchos años antes en el bosque, cuando una aprendiz del legendario juego platicaba conmigo y me enseñaba palabras nuevas como licántropo y beodo, me hizo una prueba inesperada: me lanzó ese gruñido de felino (o vampiro, qué se yo) que a muchas personas las hace poner cara de extrañeza, de terror mal disimulado o, la peor, de patética arrogancia. Instintivamente le respondí, sin pensarlo. Me dijo que era lo que siempre había estado esperando. Fue perfecto.


Y hablando de gruñidos, aunque no soy de mascotas prefiero a los felinos. No obstante, desde hace tiempo, por cuestiones de la vida, he dicho que soy más del tipo oso, aunque... hoy reafirmé lo bien que me siento aullándole a la Luna.


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