Lo último que escuché


El segundo día de aplicación decidí no cenar con mis compañeros y más bien disfrutar de mi pizza para microondas en la comodidad de mi habitación. No televisión, no gente a mi alrededor, mensajes en el celular, pero sobre todo calma, la calma de estar sola con el tiempo suficiente para reflexionar sobre lo sucedido ese día, sobre los días restantes de trabajo en esta calurosa ciudad y, ¿por qué no?, en el porvenir.

La pizza era mediana, no más de cinco rebanadas con la nueva versión de pasta crujiente que más bien recuerda al crujipollo de kfc. Había empezado la segunda rebanada cuando tacaron a la puerta.

Yo siempre he sido de imaginación nutrida y no tardé en sentir miedo a causa de las múltiples posibilidades. Me congelé. Sabía que mis compañeros estaban cerca, o al menos en el piso de abajo, sabía que todas y cada una de las habitaciones estaban ocupadas, que el lugar no descansaba nunca, que con una llamada llegaría en segundos personal encargado de la seguridad del hotel, y, sin embargo, me sentía sola.

Congelada y al borde de la angustía tomé el teléfono y cuestioné a los que viajaban conmigo. Todos negaron haber tocado a mi puerta. Por supuesto que sus respuestas no me tranquilizaron pero por lo menos ya estaban enterados; evidentemente habían reconocido el miedo en mi voz, mi grito silencioso de ayuda, el reclamo de mi corazón por sentirse a salvo. Era necesario, imposible lo contrario, innegable que se dieron cuenta de lo que me estaba pasando. ¿Cierto?

Tres nuevos toquidos y una aclaración de garganta interrumpieron nuevamente mis procesos mentales. Sentí ganas de llorar, el miedo era insoportable. El llamado a la puerta se repitió nuevamente y, no pudiendo soportarlo más, expulsé un grito aterrorizado y a la vez enfurecido preguntando por la identidad del maldito que se atrevía a alterarme de esa manera:

- ¿Quiéeen? ¿Quiéeeeeeeeen?

Ciertamente ya no estoy segura si fue uno, dos o tres, o permanecí gritando por un rato, pero reaccioné al escuchar una voz femenina que se disculpaba con angustia; diferente pero angustia al fin, como una súplica de perdón y a la vez necesidad de atención: 

- Perdón, perdóname, no quise molestarte... perdóname, necesito decirte algo.

Mire en varias direcciones, dentro y fuera de mi cabeza, sintiendo cómo regresaba la calma a mi corazón; delicioso alivio.

Me apresuré a abrir y me encontré en la puerta a una niña en pijama, no más de 14 años aunque en altura ya rebasaba mis hombros. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle si estaba bien, si necesitaba ayuda, y continué:

- Pérdona que no te abriera antes pero la verdad es que me asusté. Tengo la mala costumbre de imaginarme lo peor y...

Un choque de electricidad recorrió mi cuerpo. Mientras me disculpaba por dejarme controlar por el miedo la recorrí con la vista distraidamente. Pasé en un instante de sus pies descalzos a los brazos escondidos a su espalda; un cuchillo asomaba a la altura de su cintura. Antes de desvanecerme  y ya con lágrimas en los ojos balbucí "¿por qué traes...?"


- Tranquila. Solamente me mandaron a sacarte las entrañas.

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